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El pensamiento que rompió el silencio

  • Foto del escritor: Rosemary Francisco santos
    Rosemary Francisco santos
  • 18 jul
  • 5 Min. de lectura

Por Rosemary Francisco Santos

Los pensamientos son como semillas: sólo germinan en tierras que han sido preparadas con paciencia, silencio y deseo de florecer.
Los pensamientos son como semillas: sólo germinan en tierras que han sido preparadas con paciencia, silencio y deseo de florecer.

En una tranquila aldea de seres vivientes, todos vivían apaciblemente en su pequeña comarca. Era un día como cualquier otro, de esos en que la vida transcurre con la suavidad de una brisa: un rato aquí, otro rato allá, entre el trabajo y los juegos, entre los saludos y despedidas.


Las hojas susurraban secretos al viento y el sol acariciaba los tejados con su luz dorada. Los vivientes —unos dormidos, otros despiertos— se saludaban con afecto, compartían alegrías y anécdotas, y el murmullo constante del riachuelo ponía un fondo musical a su existencia armoniosa. Era una vida sencilla, sin sobresaltos, marcada por el ritmo predecible del amanecer y del crepúsculo.


Pero entre todos ellos, había uno que no encajaba del todo en la rutina. No porque fuera extraño o desadaptado, sino porque su mente era inquieta, siempre llena de preguntas. Mientras los demás aceptaban las cosas tal como eran, él no dejaba de preguntarse:—¿Y por qué esto? ¿Y por qué aquello?


Sus ojos, más que ver, escudriñaban. Sus orejas no solo escuchaban, sino que desmenuzaban cada palabra, cada orden, cada costumbre repetida sin pensar. Era un alma curiosa en un mundo que ya había dejado de preguntar.


Un día, mientras contemplaba el sol desde lo alto de una roca —ese lugar sagrado donde el silencio reinaba con fuerza, permitiéndole dar rienda suelta a sus pensamientos sin la intromisión del mundo— Si ese mundo, siempre sumido en un bullicio perpetuo, parecía hecho a propósito para evitar que entremos en nuestros aposentos, ese templo de reflexión donde quizá se oculte el Santo Grial, nuestra esencia divina, lo que somos en verdad.


Ese día, algo cambió. Una chispa de lucidez pareció encenderse dentro de él. Sus pensamientos se desplegaron como una flor que despierta al sol. Sintió un vértigo dulce, como si estuviera al borde de descubrir algo que siempre había estado allí, oculto a plena vista. Entonces, dio un pequeño salto, con los brazos abiertos y temblando de emoción, y exclamó con asombro:


—¡Cáspita, lo tengo! ¡Estamos adoctrinados desde que nacemos!

Lo vio claro, como quien encuentra la última pieza de un rompecabezas y de pronto ve la imagen entera. Comprendió que, desde pequeños, se nos enseña, más allá de hacernos libres de pensamiento, se nos entrena a obedecer. Nos enseñan solo lo que otros decidieron que debemos saber. Si alguien se atreve a salirse del patrón, es tachado de rebelde, de inútil, de soñador sin oficio y mucho menos beneficio.


Nos quieren obedientes, no libres de pensamiento. Que repitamos, no que pensemos. Nos moldean para encajar, no para brillar. Desde pequeños nos enseñan a levantar la mano, a pedir permiso incluso para imaginar. Se nos aplaude por memorizar, no por razonar; por seguir instrucciones, no por desviarnos con una idea propia. Nos llenan la cabeza de respuestas antes de que aprendamos a formular preguntas. Y cuando por fin lo hacemos, nos piden silencio.


Nos convierten en ecos de voces ajenas, en vitrinas de conocimientos seleccionados, en títeres que no saben que lo son. Pensar por uno mismo es visto como una amenaza, no como una virtud. Porque el pensamiento libre es rebelde, indócil, capaz de derribar muros solo con palabras. Y eso, para muchos, es peligroso.


Así que nos moldean con normas, nos atan con rutinas y nos ciegan con recompensas. Nos domestican el alma con premios por buen comportamiento y castigos disfrazados de “corrección”.

No quieren que volemos. Solo que marchemos en fila.

Nos enseñan desde niños a seguir instrucciones, a no desviarnos del camino trazado, a mirar hacia adelante, pero no demasiado alto. Nos repiten que soñar es lindo, pero poco práctico; que la imaginación es un juego, no una herramienta.


La creatividad es tolerada solo si sirve a un propósito útil, si no incomoda, si no rompe el ritmo de la fila. Nos ponen uniformes distintos según la etapa, pero siempre bajo el mismo patrón: obediencia, productividad, silencio. Nos llenan la agenda de tareas para que no haya tiempo de preguntarnos quiénes somos o qué deseamos de verdad.


Nos premian por repetir, no por pensar. Y si alguno extiende las alas y se eleva, intentan bajarlo de un tirón, llamándolo soñador, ingenuo, peligroso incluso o muere dizque del corazón. Porque volar es desorden. Volar es cuestionar el suelo que todos pisan sin mirar.


Volar es romper la fila.

Pero, aun así, algunos seguimos buscando el cielo, aunque sea con alas hechas de palabras, de ideas, de preguntas que nadie quiere escuchar.

Aquel que calla, asiente y obedece cada norma sin cuestionarla, es premiado como el más pulcro, el más educado, el ideal. Pero en realidad, somos como soldados en un pelotón, siguiendo órdenes de un comando invisible. A cada paso, se nos moldea como arcilla, no para que esculpamos nuestra propia forma, sino para encajar en moldes ajenos.


Todo parece bonito desde afuera: nacer, crecer, ir a la escuela, graduarse, conseguir un trabajo, formar una familia. La esperanza de una vida mejor. Pero todo eso está estipulado, diseñado como un camino único que se debe seguir sin desviarse aunque no tenga emosion.

Y mientras caminamos ese sendero, nos llenamos de deudas, responsabilidades y etiquetas, solo para mantenernos dentro de un sistema que nos promete pertenencia, éxito, estabilidad. Y así, día tras día, nos convertimos en engranajes que giran sin saber por qué, manteniendo una maquinaria que nunca cuestionamos, creemos que es el mundo perfecto.

Lo asumimos como la única forma de ser, porque desde pequeños nos lo repiten con dulzura, con autoridad, con miedo:“Así debe ser.”


Y cuando por fin envejecemos, cuando las piernas ya tiemblan y el tiempo pesa como una manta húmeda sobre los hombros, muchos miran hacia atrás, en silencio, sin que nadie los escuche, y se preguntan:

¿Viví mi vida… o solo seguí un guion que nunca escribí?

Y aquel aldeano, de nombre Simón, desde lo alto de su roca —donde el cielo parece más cercano y el bullicio del mundo queda abajo, allá lejano, muy lejano, donde el viento canta verdades que nadie se atreve a decir— Ahí comprendió que la libertad no es escoger entre jaulas con distinta forma, sino romper los barrotes con preguntas— comprendió, al fin, que la verdadera libertad no es elegir entre caminos ya trazados, sino tener el valor de preguntarse por qué existen esos caminos, porque seguir esos si yo puedo crear los míos?, no es el orden lo que quieren mantener, es porque conocen de nuestro poder.  


Y con el corazón latiendo como un tambor sagrado, entendió que tal vez, solo tal vez, la primera chispa de toda revolución no es un grito ni un puño en alto, sino un pensamiento distinto que se atreve a nacer en silencio, y descifrar lo indescifrado, eso que está escrito, pero disfrazado.

Atrévete como Simón, a no ser uno más del montón, no es caos lo que queremos es tener un mundo mejor, lleno de verdades, sin distinción, raza o religión.

 

 

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